Abuzador - стр. 20
Me quedé ahí, de pie. El corazón detenido bajo el peso de sus palabras. Por dentro, todo gritaba. Pero por fuera – solo silencio.
Porque entendí: él me llama mala… para que yo no tenga derecho a enojarme con él.
Pasó una semana. Fui varias veces a la iglesia. Un día entré a una clase bíblica. Había gente común: unos callaban, otros hacían preguntas, algunos compartían su dolor. Y nadie intentaba arreglarme. Solo me senté y escuché. Y por primera vez en mucho tiempo me sentí parte de algo más grande. Algo vivo.
Volví a casa con el corazón ligero. Hasta mi paso era diferente. Volvía a parecer una persona. Por primera vez en meses.
Vlad estaba en su sillón, mirando por la ventana. Me oyó entrar, pero no se giró de inmediato. Luego, sin mirarme, dijo:
– No me gusta que te esté gustando tanto esa cosa de la religión.
Me quedé quieta.
– ¿Por qué?
Se volvió. En sus ojos no había ira. Solo esa decepción que él usaba como castigo:
– Pensaba que eras una mujer inteligente. Pero resulta que eres como todos esos. Esa masa que cree en cuentos de hadas. ¿De verdad crees que Dios existe?
– No lo sé – respondí. – Tal vez sí. Solo siento que hay algo… más grande. ¿Y qué tiene de malo? Me da esperanza. Me ayuda a vivir. A alegrarme.
– Todo eso son herramientas de control. Un mecanismo inventado para manipular a la masa. A la gente le resulta más fácil creer en el cielo que asumir responsabilidad. Todo se puede explicar con lógica.
– No todo, Vlad. Hay cosas que no podemos explicar. Hay cosas que simplemente… se sienten. ¿Por qué eso tiene que estar mal?
Se levantó. Caminó por la habitación. Luego se giró de golpe:
– ¡Porque mi mujer se está volviendo loca!
– No me estoy volviendo loca.
– ¿No? ¿Y desde cuándo eres creyente, entonces? Toda tu vida te ha dado igual. ¿Y ahora qué?
Exhalé.
– Siempre creí. En el fondo. Solo… nunca lo decía. No podía sentirlo, porque vivía todo el tiempo con miedo. Ahora solo quiero… orar. Meditar en silencio. A veces. Eso no significa que me vaya a un convento. Solo quiero un poco de paz en el alma.
Me miró largo rato. Y luego, como si se apagara de golpe, asintió:
– Está bien. Siéntate. Tomemos un té.
Trajo las tazas. En silencio. Se sentó a mi lado, me tomó la mano y dijo:
– Mira… para mí todo eso es una tontería. Pero si a ti te hace feliz – ve, reza, medita, anda donde quieras. No voy a impedirlo. Solo que tienes que saber: a mí no me gusta. No lo apruebo.
Asentí. Por fuera – tranquila. Pero por dentro – por primera vez en mucho tiempo, le dije en silencio: me da igual.