Abuzador - стр. 22
Todo comenzó dos años después de vivir con él. Y al cabo de tres, ya no sabía cómo comer sin sentir asco por mí. Pensaba todo el tiempo: tal vez él solo quiere a otra. Tal vez yo soy un error.
Pero luego me calmaba: no. Él no me engaña. Solo está infeliz. Solo que mi cuerpo no le despierta deseo. Es culpa mía. Debo hacer algo.
Me destrozaba. Y él decía:
– Muy bien. Veo que te esfuerzas. Quieres estar delgada. Cuidas tu salud. Eso está bien.
Él no sabía que por las noches me plantaba frente al espejo, al borde del ataque de nervios. Que no podía respirar del miedo. Que me odiaba. Y que todo había empezado por sus frases, por su mirada, por su repulsión silenciosa.
Y ahora… después de cinco años…
Me tiembla el cuerpo solo de pensar en el contacto. Me da miedo. Sus manos – son hielo. Su mirada – una orden. No quiero. Me encojo entera cuando se acerca.
Pero él dice:
– Lo necesito. Eres mi esposa. Es normal. Aguanta. Es parte de la vida. No inventes cosas.
Y yo aguanto. Me acuesto. No me muevo. Cierro los ojos y me separo mentalmente del cuerpo. Como si no estuviera.
Y pensar que antes… sentía algo. Había calidez. Incluso placer. Pero ahora – solo hay dolor.
Y sé que no es cuestión del cuerpo. Es miedo. Es el odio hacia mí misma que él cultivó dentro de mí. Es saber que no se puede construir amor con vergüenza. Solo que lo entendí demasiado tarde.
El primer pensamiento de libertad
Cada vez más seguido me descubro en la misma escena: parada junto a la ventana, en silencio total, pensando – ¿y si simplemente me voy? Sin escándalo. Sin drama. Solo levantarme y salir. Abrir la puerta y desaparecer.
Antes me parecía imposible. Pensaba que sin él – vendría el abismo. La oscuridad. El vacío. Él lo decía tan a menudo que terminé creyéndolo. Que solo a su lado estaba protegida. Que el mundo era peligroso. Que la gente era cruel. Que debía sentirme afortunada de que él me “aguantara”.
Pero ahora, cuando miro por la ventana, por primera vez no veo peligro. Veo un camino. Veo vida.
No perfecta. No mágica. Pero mía.
No sé cuándo nació ese pensamiento en mí. Tal vez en la farmacia, cuando la mujer me dijo: “si necesitas algo – aquí estaré”. Tal vez en la iglesia, cuando por primera vez me escuché a mí misma. O quizás cuando Vlad volvió a decir:
– ¿Otra vez comiste de noche? ¿Crees que no oigo cuando vas al baño?
No respondí. Solo lo miré… y pensé: tú no oyes cómo me muero cada día a tu lado.
Este pensamiento no grita. No exige. Es como una campanita suave dentro de la niebla.
No estoy haciendo maletas. No estoy comprando boletos. Solo estoy, por primera vez en mi vida, permitiéndome imaginar que puedo irme.