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No mires atrás - стр. 27

Las manos de mis verdugos actuaban con precisión y método. Me colocaron sobre una especie de mesa, me abrieron las piernas hacia los lados y las ataron con fuerza a unos salientes.

– Me gusta. Ha quedado muy bonito – dijo el que me había torturado con las agujas, el más alto, con aire de vampiro elegante.

– ¿Y la segunda? – preguntó bruscamente el otro maníaco.

– Creo que se recuperará – respondió el primero con voz indiferente—. Pero esta preciosura me gusta más. ¿Jugamos?

Escuchaba todo, incluso lograba ver algo, pero era como si no pudiera despertar del todo. Al parecer, eso no les gustaba demasiado a los hombres.

– Haz que vuelva en sí, – dijo finalmente el primer inquisidor.

Pronto me metieron un algodón con amoníaco en la nariz. Ya conocía ese maldito olor: en el psiquiátrico solía desmayarme con frecuencia, y me hacían volver en mí con ese hedor espantoso.

Solo podía respirar por la nariz, porque tenía algo metido en la boca y no podía abrirla.

Me sacudió un espasmo y empecé a mover la cabeza de un lado a otro. En cuanto mi vista comenzó a enfocarse al menos un poco, miré a mis verdugos.

Ellos también me observaban con interés. Supongo que en mis ojos se reflejaba todo mi dolor físico. Así mira un condenado a muerte a sus ejecutores.

– Buenos días, muñeca —sonrió el alto—. ¿Seguimos, bella durmiente?

– Mmm… —gemí, mientras las lágrimas saltaban de mis ojos.

– ¡Qué conmovedor! Casi te creo. Pero no, no vas a librarte.

Tomó en la mano un aparato que parecía unos alicates enormes y se acercó a mí. En cuanto sentí que el hombre se aproximaba y tocaba mis nalgas, empecé a chillar y a retorcerme.

– Pero ¿por qué gritas así? Me vas a dejar sordo – dijo el hombre con voz tranquila.

Con la boca tapada, ya no podía gritar como antes. Solo podía chillar y gemir.

– Igual voy a hacer lo que tengo pensado. Y con tanto que te retuerces, lo único que haces es empeorar las cosas para ti – dijo de nuevo el hombre, con tono casi didáctico.

Al acercarse por completo a mis piernas abiertas, se puso unos guantes de látex que ya tenía preparados y me abrió las nalgas con fuerza. Yo lloraba y me retorcía. Para calmarme un poco, me dio una fuerte bofetada en una de las nalgas. Me quedé un poco quieta. Y entonces, sin perder el momento, me introdujo entre las nalgas aquel aparato de metal, frío como el hielo.

Un dolor punzante y repentino desgarró mi conciencia. Y otra vez, un alarido de sufrimiento desgarró los oídos de mis verdugos.

– ¡Pareces una niña, de verdad! —se burló el hombre, pero no se detuvo. Una vez más, empezó a introducir el aparato de tortura en mí, esta vez con más fuerza.

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